“La guerra liberó en los rusos todos esos pequeños demonios de Dostoyevski”
El escritor y profesor inglés Robert Ginzburg, afincado en el sur de Rusia hasta el comienzo de la guerra de Ucrania, vio como su propia vida saltaba también por los aires el 24 de febrero. Incapaz de permanecer en el país agresor, tuvo que separarse de su hija y decir adiós a una felicidad construida durante años en una despedida de película. De su repentino exilio, de sus vivencias en las primeras semanas de la invasión y de sus reflexiones sobre la sociedad rusa en guerra, habló este experto que se declara rusófilo para Radio Praga Internacional.
Ante todo, hay que decir que Robert Ginzburg es un pseudónimo que este escritor, periodista y profesor inglés, cuya identidad real y la veracidad de su relato conoce bien Radio Praga Internacional, ha elegido para contar su historia y dar su visión de los hechos sin poner en riesgo a ninguna de las personas de su entorno que permanecen en Rusia. Por la misma razón, tampoco mencionamos la ciudad en la que residió de manera permanente los últimos cuatro años antes de la guerra.
En una videollamada desde la capital de Armenia, Ereván, el lugar elegido para su huida, Ginzburg contó cómo vivió esos días previos al ataque.
“Nadie esperaba que los rusos invadieran Ucrania. Ni mis amigos rusos esperaban que Putin hiciera esto. Todos me decían que dejara de leer periódicos ingleses, que Putin no estaba loco, que era solo propaganda, basura, que los ucranianos eran como hermanos. Y luego nos despertamos el día 24 de febrero con este discurso larguísimo de Putin. Solo los dictadores dan discursos tan largos. Y así empezó todo. Cambió completamente el ambiente. La gente estaba en estado de shock, pero desde entonces, aunque pueda sonar ridículo, se sentía casi como si todos esos pequeños demonios de las obras de Dostoyevski hubieran sido liberados”.
En la institución en la que Ginzburg trabajaba se firmó ese mismo día una carta de apoyo a la invasión de Ucrania, cosa que él rechazó, e inmediatamente presentó su renuncia a su empleo. Su exmujer también entendió que no quería que su hija de ocho años creciera en Rusia, donde cada día en el colegio recibía grandes dosis de propaganda a favor de Putin, igual que el resto de la población en la televisión y diarios. Era el momento de tomar una decisión.
“Los primeros dos o tres días hablamos mucho. Estábamos en un estado casi de histeria. Y salieron estas nuevas leyes que te podían llevar a la cárcel por difundir noticias falsas, que era una forma de decirte: Ni se te ocurra contar la verdad”.
En un artículo publicado por Ginzburg que se puede encontrar en internet llamado An Englishman in Russia Bids his Daughter Farewell, relata al detalle las consecuencias desgarradoras que tuvo para él en lo personal el inicio de la guerra cuando su exmujer decidió mudarse a Italia con su hija, pero con su nueva pareja. En una escena que describe Ginzburg como de película, con “un tren nocturno, lágrimas, abrazos, maletas pesadas, hablando a través del cristal y el tren desapareciendo en la distancia” vio como se marchaba su hija sin saber cuando la volvería a ver.
Probablemente los mejores años de su vida quedaban atrás de repente, dice. Y es que, hasta que empezó la guerra, todo le sonreía.
“A mí me encantaba la gente. Yo habría echado raíces en ese lugar. Tenía mis dos gatos, un apartamento muy bonito, que ahora puedo dar gracias de no haber comprado, aunque tenía muchos muebles míos. Iba a recoger a mi hija todos los días y le hacía la comida. Cada vez me iba mejor en el trabajo y tenía mejores amigos. Estaba completamente enamorado de la ciudad, pero después de la invasión llegué a la conclusión de que todo aquello ya no existía y no volverá a existir, porque no puedes hacer como que no sabes todo lo que has descubierto en las últimas semanas”.
Pero son conclusiones a las que no se llega de repente. Tuvieron que pasar varios días de confusión hasta lograr digerir el shock.
“Me levantaba cada mañana pensando en si debía quedarme o irme. Y un día en el autobús vi en un periódico inglés en el móvil que iba a entrar en vigor la ley marcial. Si eres extranjero de un país que no es el enemigo, pero que sí es hostil, tienes un problema con la ley marcial. Pensé que no iba a ser muy útil para nadie si me quedaba. En ese momento ya quise irme de veras. Al final no se impuso la ley marcial, pero la Embajada inglesa escribió a todos sus ciudadanos que abandonáramos el país. Yo llamé para preguntar si iba en serio y me dijeron que sí y que saliera del país por el camino más corto. Da tanto miedo cuando te dicen algo así… Y, mientras, había tantos rumores sobre el cierre de fronteras, sobre la cancelación de rutas aéreas… Y entonces ya solo quieres salir antes de que te cierren la puerta”.
A pesar de su huida, Robert Ginzburg dice no sentirse un refugiado, ya que en Ereván, adonde se fue con sus dos gatos y poco más, se puede permitir una vivienda decente y no tiene la incertidumbre de cuándo podrá comer, por ejemplo. Con todo el sufrimiento que se puede ver entre tantos ucranianos cada día, lo suyo es, obviamente, incomparable, dice. Aunque sí que considera a su hija una refugiada, que de repente es sacada de una infancia feliz y estable para llegar a un país nuevo, seguramente sin saber muy bien por qué.
“Todo esto ha pasado porque nadie sabe lo que piensan los demás”
En cualquier caso, está convencido de que hizo lo correcto yéndose y dando su beneplácito a su exmujer para marcharse con su hija después de todo lo que vio en su entorno en esas semanas.
“La gente empezó a entusiasmarse mucho con la guerra y a menudo era gente me gustaba, y esto era muy difícil para mí. Otros pocos sencillamente no querían hablar de ello. En cualquier situación encuentras gente que, a menos que la estén bombardeando, solo quieren seguir con su vida”.
En otros países seguramente todo el mundo conoce las opiniones políticas de sus amigos o compañeros de trabajo, por lo que no cabría esperar tantas sorpresas en momentos así. Pero en Rusia esto es distinto, dice Ginzburg.
“En Rusia nunca se habla de política. Se puede discutir de cualquier cosa menos de política y religión. Y eso me iba bien porque hace unos años yo estaba enfadado con todo lo que pasaba en Gran Bretaña. De eso sí se podía hablar en Rusia, pero no, de Putin no. Y por eso ha pasado todo esto, porque nadie sabía lo que pensaban los demás”.
Pero aunque sea con propaganda y censura, al final, el apoyo a Putin es real y es masivo. Y más ahora, continúa Ginzburg.
“La cuestión es que tiene muchísimo apoyo porque son tiempos de guerra. Yo no sé qué hacen otros países en tiempos de guerra, pero en Rusia sí que lo sé. Está este actor famoso, Serguéi Bodrov, que murió muy joven, ahora sale mucho en la televisión rusa en entrevistas antiguas diciendo cosas como que no puedes decir nada malo de tu país cuando está en guerra, pienses lo que pienses, solo puedes apoyarlo. Bueno, es que hay tanta propaganda todo el tiempo diciendo que es una guerra defensiva, no una agresión, que van a Ucrania “a librar al pueblo de ese Gobierno fascista”. Los únicos con los que yo puedo hablar en este momento es porque están muy en contra la guerra, y estos tienen que tener muchísimo cuidado con lo que dicen; o con los que no están viendo las noticias en un intento de mantener así la normalidad”.
Pero la represión, la falta de libertad de expresión o de prensa en Rusia no son temas nuevos. Ginzburg ha tenido muchas ocasiones de meditar al respecto, ya que sus primeros viajes al país se remontan a la década de los 90. Sin embargo, la situación solo ha ido a peor con los años.
“Hice un gran viaje por Rusia en 2018, y durante todo el tiempo estaba intentando aceptar este país y a su Gobierno. ¿Por qué tienen este Gobierno? ¿Por qué no uno bueno o uno tolerante y liberal? Fui de Moscú al Baikal, que es un viaje larguísimo, y en toda esa distancia empiezas a pensar que quizá tanto territorio no se puede gobernar si no es con… iba a decir mano firme, pero eso podría parecer positivo; digamos con un sistema central represivo. Si esto es así, puede que este país sea demasiado grande y la gente un día llegue a esta conclusión, que para tener un gobierno moderno, haya que disgregar el país de alguna forma. Jamás me imaginé diciendo o desenado algo así, pero el último mes ha sido muy extraño. Si me dices esto hace un año, te diría que estás loco, porque soy bastante rusófilo, pero qué otra cosa se podría hacer”.
Mirando a Centroeuropa, Ginzburg celebra la solidaridad que están teniendo los checos y otros países con los refugiados y el apoyo militar que está dando Praga al Ejército ucraniano.
“Los checos saben lo que es perder la libertad después de la Primavera de Praga. Es muy interesante que haya sido Chequia el primer país que ha entregado tanques a Ucrania. Pero cuando veo lo que está pasando, me recuerda mucho más a la invasión de Hungría del 1956, y es irónico que Orbán esté resultando tan inútil, que sea tan evasivo y hable de Zelenski como de un enemigo. O sea, los checos piensan en el 68 y sienten empatía con los ucranianos, pero entonces no sé qué pasa con Orbán, que tanto ha usado en el pasado la Revolución del 56 para ganar puntos”.
Ginzburg ironiza sobre la reacción ante la invasión de todos los países que en el pasado formaron parte del Pacto de Varsovia. Todos menos uno.
“Vaya, qué extraño, todos los países que han tenido alguna experiencia con los rusos –y es algo que odio decir porque tengo muy buenos amigos rusos–, pero todos los que han tenido experiencia con gobiernos rusos y con su forma de tratar a países más pequeños, sienten solidaridad con Ucrania. Excepto Hungría, que es de quien más cabría esperarla”.
No solo extranjeros como Ginzburg se han ido de Rusia con el inicio de la guerra. Este inglés viajero dice que a veces se sorprende de encontrarse a conocidos rusos por las calles de Ereván y habla de aviones repletos de ingenieros informáticos marchándose, que igual que él o su hija, no saben cuándo volverán.