Leyendas del rabino Löw y su Golem
Bajo el reinado del emperador Rodolfo, en la segunda mitad del siglo 16, vivía en la Judería praguense el rabino Yehuda Löw ben Becalel, un varón muy erudito y con mucha experiencia. Conocía perfectamente el Talmud y la Cabala y poseía excelentes conocimientos de Matemáticas y Astronomía. Detentaba claves de muchos secretos de la naturaleza, ocultos para los demás, y sabía obrar magnas maravillas de manera que la gente quedaba asombrada ante su poder mágico
La fama del maravilloso rabino llegó hasta la corte del emperador Rodolfo II, que residía en el Castillo de Praga. Yehuda Löw fue invitado en varias oportunidades al Castillo para entretener al monarca con sus artes mágicas.
En una ocasión, el emperador Rodolfo pidió al rabino Löw que le mostrase al patriarca Abraham, a Isaac, a Jacob y a los hijos de este último. El rabino vaciló un rato, pero después prometió que cumpliría el deseo de su soberano. Pedía una sola cosa: que nadie intentase reír cuando apareciesen las figuras sagradas de los patriarcas.
El monarca y los cortesanos, reunidos en una sala apartada, lo prometieron. Miraban con ansiedad hacia un profundo nicho cerca de la ventana donde se ocultaba en la oscuridad el rabino Löw, con un semblante serio.
Súbitamente, la silueta del rabino se desvaneció en una neblina y de una nube gris emergió la figura de un anciano muy alto, con un atuendo de amplios pliegos, magníficamente iluminada.
La figura pasó majestuosamente ante los ojos de los presentes y después se desvaneció súbitamente en la nube gris. Fue la imagen de Abraham.
Después de Abraham aparecieron Isaac, Jacob y los hijos de este último: Judá, Rubén, Simeón, Isajar y los demás. El monarca y los cortesanos contemplaron a los antepasados del pueblo judío en silencio y con una expresión grave en sus semblantes.
Hasta que de la nube salió el hijo de Jacob, Neftalí, un hombre pelirrojo y con un rostro lleno de pecas. Neftalí pasó trotando como si quisiera alcanzar a los demás. El emperador Rodolfo se echó a reír...De repente desapareció la nube y todas las apariciones.
En la espaciosa sala se oían gritos de asombro y de horror, ya que el techo de la sala empezó a moverse, bajando cada vez más y amenazando con aplastar a los cortesanos. Éstos, mortalmente pálidos, querían lanzarse a la puerta, pero no podían. Estaban inmovilizados como si se hubieran petrificado. Todos imploraban al rabino Löw que parara el movimiento del techo. También el emperador se lo pedía.
El rabino salió del nicho, levantó sus brazos y pronunció una fórmula mágica. Antes de acabar de proferirla entera, la bóveda se detuvo y no bajó más. Y así quedó para siempre. La puerta de la sala fue cerrada y nadie volvió a penetrar en ella.
Sin embargo, el emperador Rodolfo no se enojó con el rabino. Le devolvió la visita y Yehuda Löw le ofreció un opulento banquete, preparado con ayuda de la magia, obviamente.
La más estupenda maravilla del rabino Löw fue la creación de su Golem. La palabra Golem figura ya en la Biblia, en el Viejo Testamento, donde significa "germen, embrión".
Más tarde, la expresión "Golem" se aplicaba a un hombre inculto, rudo y necio, o servía para referirse a un objeto inacabado. Y por fin llegó a utilizarse para designar a una criatura artificial, que carece de alma y que cobra vida gracias a la fuerza mágica del nombre de Dios. En la Edad Media surgieron las primeras instrucciones para crear un Golem.
El poderoso rabino Löw creó a su servidor Golem de arcilla. Le infundió vida introduciéndole en la boca el shem, es decir una pequeña tira de pergamino con una inscripción mágica en hebreo que contenía el nombre de Yahveh, el Dios judío.
El Golem trabajaba por dos. Acarreaba agua, cortaba leña, barría el suelo en la casa del rabino y ejecutaba las demás labores agotadoras.
El Golem no comía, no bebía y no necesitaba descanso. Sin embargo, siempre que llegaba el sabat, los viernes por la tarde, cuando debían cesar todos los trabajos, el rabino le retiraba el shem de la boca. El Golem quedaba de inmediato inmóvil, y en vez de un infatigable servidor se veía en un rincón de la casa del rabino un muñeco inerte. Terminado el sabat, día de obligado descanso para los judíos, la arcilla muerta recuperaba la vida después de que el rabino introdujera en la boca del Golem el mágico shem.
Una vez, preparándose para oficiar la ceremonia del sabat en la Sinagoga Viejonueva, el venerable rabino Löw ben Becalel se olvidó del Golem y no le sacó el shem de la boca. Apenas el rabino hubo entrado en el santuario y entonado el primer salmo, llegaron corriendo personas de su casa y muchos vecinos.
Presas del pánico y de horror, contaron al rabino con voz entrecortada que el Golem estaba enfurecido y que destrozaba todo lo que estaba a su alcance. Nadie podía acercársele ya que el furioso Golem lo mataría.
El rabino vaciló un momento. Se iniciaba el sabat, el canto del salmo ya había comenzado. Toda labor, todo esfuerzo, por más insignificante que fuese, era a partir de entonces un pecado.
Pero, ¿era de verdad así en ese momento?, pensó el rabino. Él no había acabado de decir el salmo y por eso el sabat, de hecho, no había comenzado.
El rabino se levantó y con paso apresurado se dirigió a su casa. No había llegado todavía a su vivienda y ya escuchaba un tenebroso ruído y ensordecedores golpes. El rabino fue el primero en entrar, los demás se mantuvieron rezagados por temor...
Yehuda Löw contempló horrorizado los estragos causados por el Golem: platos rotos, mesas, sillas, arcas y bancos volcados, libros esparcidos por el suelo. Una vez devastado el interior de la casa, el Golem se ensañaba en el patio con los animales de la casa del rabino.
Las gallinas, el gallo, los pollos, el perro y el gato - todos los animales domésticos yacían muertos en el suelo. El golem estaba arrancando de la tierra un tilo de grueso tronco como si fuera una estaca de una cerca.
El rabino se fue directamente al Golem. Lo miró fijamente, teniendo los brazos tendidos. Cuando el sabio Yehuda Löw tocó al Golem con sus brazos, éste se estremeció. Miró atónito a los ojos del rabino como si la fuerza que de ellos emanaba lo hubiera inmovilizado. El rabino metió rápidamente la mano entre los dientes del Golem y sacó el mágico shem.
El golem se desplomó al suelo como si hubiera sido fulminado por un rayo. Yacía sin vida en el suelo, otra vez convertido en un muñeco de arcilla. Todos los judíos presentes, los viejos y los jóvenes, exclamaron de júbilo, y ahora, ya sin temor, se acercaron al Golem tumbado en el suelo y empezaron a burlarse de él y a injuriarlo.
Sin embargo, el rabino, respirando hondamente y sin proferir una sola palabra, volvió a dirigirse a la sinagoga donde a la luz de las lámparas retomó el salmo y concluyó la ceremonia de inicio del sabat.
Pasó el sagrado día del sabat, pero el rabino Yehuda Löw ben Becalel no volvió a introducir el mágico shem en la boca del Golem.
Y de esta manera el Golem ya no recuperó la vida y como muñeco de arcilla fue depositado en el desván de la Sinagoga Viejonueva, donde acabó por transformarse en polvo.
En las centurias posteriores se mantuvo la creencia de que Yehuda Löw había prohibido estrictamente que nadie osase subir al desván de la sinagoga, con exepción de un rabino.
Según relató un anciano servidor de la sinagoga, un día uno de los rabinos praguenses se aventuró a hacerlo. Tras haberse sometido a un severo ritual de purificación y prolongado ayuno, subió con un atuendo de penitente al desván, mientras que abajo sus alumnos entonaban salmos. Regresó temblando como una hoja y sin demora renovó la prohibición del rabino Löw de subir al desván de la Sinagoga Viejonueva.
Muchos años vivió el sabio rabino Löw ben Becalel debido a su sagacidad e ingenio, que le ayudaron a sortear las acechanzas que tendía en su camino el pálido ángel de la muerte.
Escuchen una de las leyendas que narra cómo el rabino se salvó de la muerte por una feliz casualidad.
Cuando la Judería de Praga estaba flagelada por una epidemia de peste que se cobraba las vidas de los notables de la comunidad, el rabino Löw entró una noche en el cementerio para escuchar de qué hablaban los difuntos.
Junto a la puerta se topó con una figura vestida de blanco que sustentaba en una mano la guadaña y en la otra un pliego. La figura consultaba de vez en cuando el pergamino, que leía a la luz de una linterna que llevaba colgada del cuello. El rabino se dio cuenta de que era la Muerte.El intrépido sabio le arrancó de la mano el pergamino y entonces pudo ver que en el mismo estaban escritos los nombres de los judíos que debían morir antes de la próxima noche. Tras comprobar que el primer nombre de la lista era el suyo, el rabino rasgó el pliego en pequeños pedacitos. La Muerte no lo castigó, pero le advirtió en tono amenazador:
"Esta vez te has escapado, pero cuídate de volver a encontrarte conmigo!"
Desde entonces, el sabio rabino tenía buen cuidado de evitar el encuentro con la Muerte. Portaba un dispositivo especial que se parecía a los futuros relojes de bolsillo. El aparatito empezaba a sonar siempre que la Muerte se acercaba, fuera cual fuese la forma que tomaba.
Hasta que una vez, cuando celebraba su cumpleaños, el rabino había dejado el aparatito en una estancia contigua, cuando salió para dar la bienvenida a sus amigos. La última en felicitarle fue su amada hija Lea quien le regaló una bella rosa.
El anciano rabino aceptó la hermosa flor muy complacido. Pero apenas hubo aspirado su fragancia, cayó muerto al suelo. La Muerte, que durante tanto tiempo no había podido atrapar desprevenido al rabino, se ocultó esta vez en la rosa, en forma de una gota de rocío, venciendo finalmente al varón más sabio de toda la Judería de Praga,narra la leyenda.