Zito - hechicero del rey Wenceslao IV

El hechicero  Zito

En la presente edición de "Legados del pasado - testimonios del presente", centramos nuestra atención en la persona legendaria del hechicero Zito que se hizo célebre por sus tropelías cuando estaba en los servicios del rey checo Wenceslao IV.

El gobierno de Wenceslao IV en el siglo XIV y XV no favoreció el reino checo tal como el de su padre, el emperador Carlos IV. El joven monarca quedó bajo la sombra de su gran antecesor, ya que no aguantaba el peso de gobernar un reino. Las consecuencias eran múltiples y por fin desembocaron en las guerras husitas que arruinaron por largos años el antes rico y próspero Reino Checo.

Sin embargo, los primeros años del reinado de Wenceslao IV eran tranquilos. No hubo crímenes y hasta se difundió la fama de que la gente podía andar con oro sobre la cabeza, ya que no había ladrón que se lo quitase a uno. El propio monarca controló el labor de sus súbditos. A menudo se disfrazaba de un simple ciudadano ayudando a los agricultores.

El rey amaba todo tipo de diversiones y además de sus disfraces, le gustaba mucho la caza o pasar las tardes y noches en la compañía de sus amigos en las tabernas de la Ciudad Vieja de Praga.

El rey Wenceslao IV tenía afición especial por los bufones e ilusionistas. En su corte había también un personaje en el que centramos nuestra atención, el hechicero Zito.

Los orígenes de este personaje no se conocen muy bien. Zito era moreno y de cabello negro y sabía hacer cosas increíbles e incluso mágicas. También sabía cambiar su cara o vestido. Solía llegar al palacio real en capa harapienta y con zapatos llenos de agujeros. Sin embargo, ante el monarca, su aspecto fue ya diferente. Llevaba puesto un atuendo magnífico de seda y sus zapatos tenían brillo de nuevo. Al salir, como por arte de magia, cambió de vestido sin ponérselo.

Wenceslao IV
Zito se hizo famoso por un sinfín de tropelías. El centro de su "atención" fue a menudo el bufón del rey.Una vez, durante un banquete en la corte real, el bufón extendió la mano para servirse un manjar, pero, de repente, sus manos se convirtieron en los cascos de caballo!

El bufón desesperado fue objeto de risas estruendosas de parte de toda la corte. El rey Venceslao finalmente mandó a Zito que le quitase encima su conjuro. El hechicero murmuró e hizo algunos malabarismos y los cascos se convirtieron... en pezuñas de vaca! Tan solo después, Zito, conmovido por el llanto del bufón burlado, le devolvió a sus manos su aspecto original.

Otra vez, el rey Wenceslao IV se disponía a salir con su comitiva del castillo. Todos, vestidos de gala, ya estaban presentes, el rey sentado en su carroza espléndida, tirada por cuatro caballos blancos. Faltaba solamente Zito, aunque le fue ordenado a acompañar al monarca.

De repente se oyó un tremendo quiquiriquí como si muchos gallos cantasen a la vez. Y del patio contiguo salió una pequeña carroza en la que corrían uncidos tres pares de gallos negros de diferente talla. Zito, de pie en la carroza, conducía la extraña mancuerna. El rey rompió a reír y dijo a Zito que tenía el honor de ser el primero que siguiese la carroza real con su cortejo de gallos. El espectáculo atrajo mucha gente que desde aquel entonces reunían siempre que oyeron el quiquiriquí de los gallos de Zito.

En otra ocasión, Zito confeccionó treinta fardos de paja y los convirtió en treinta cerdos bien cebados. Después los llevó al campo donde pastaban los puercos del rico y ávaro panadero. A él, le gustaron mucho los cerdos de Zito y al oír que se podían comprar muy barato, se puso de acuerdo con el hechicero, pagando inmediatamente.

Antes de irse, Zito advirtió al panadero: "Mira, como ves, son bonitos cerdos, bien cebados, pero no soportan bien el agua. Ten cuidado, entonces, y no los dejes entrar en el río." Pero el panadero hizo caso omiso del consejo de Zito e hizo entrar la grey al vado. Los cerdos entraron corriendo al agua, se sumergieron y subieron flotando a la superficie transformados de nuevo en treinta fardos de paja.

El asombrado panadero esperaba a los cerdos en vano. Y la corriente del río llevó los fardos fuera de su alcance. El panadero, furioso por haber perdido tanto dinero y tantos puercos, corrió a por Zito. Después de preguntar a muchas personas, encontró al hechicero en una taberna.

El panadero enrojeció de rabia y se acercó a Zito. A pesar de que le echaba pestes, el hechicero dormía tranquilamente. El ávaro agarró la pierna de Zito y la sacudió con ella violentamente. Ésta, arrancada de la articulación, cayó inertemente al suelo. Zito saltó y agarró al panadero por el cuello y lo arrastró ante el juez. El tabernero y los huéspedes testimoniaron el hecho. El panadero se vio obligado a pedir perdón humildemente y pagar en el acto una alta indemnización al hechicero.

Zito se puso contento y recogió el dinero. Luego cogió la pierna, se la puso en su puesto y con paso firme, abandonó airoso el tribunal. El panadero fue el objeto de burlas y carcajadas de todo el mundo.

No obstante, dentro de poco tiempo, Zito vivió una experiencia desagradable. El rey Wenceslao IV acogió la embajada encabezada por el duque de Bavaria. Con él llegó a Praga un grupo de ilusionistas que con sus aparatos extraños debían entretener al monarca checo.

Los malabaristas bávaros sabían bien su arte e hicieron todo lo que hacía Zito. Él por mucho que se esforzaba, no podía superarlos. Sin embargo, Zito fue un hombre muy listo y pronto encontró una solución adecuada. Durante un banquete, que presenciaron el rey Wenceslao, el duque de Bavaria, la corte, Zito y también dos ilusionistas bávaros, se armó bajo las ventanas abiertas un griterío en alemán.

Los dos bávaros se asomaron por la ventana para ver lo que pasaba. Y cayeron en la trampa. El alarde fue falso y cuando los malabaristas quisieron sentarse de nuevo, no podían. Sobre sus cabezas les crecieron ramosas cornamentas. De no poder caber en los marcos, se sacudían, tiraban, empujaban, provocando grandes risas del mismo rey checo.

Sin embargo, cuando Zito les quitó el encanto encima, los bávaros continuaron presentando sobre un tablado en el patio del castillo sus artes mágicas de tal manera que dejaron estupefacto a todo el público. Y Zito no apareció. Se hizo correr la voz que se sentía avergonzado y tenía miedo de enfrentarse a los ilusionistas directamente.

Finalmente, el hechicero entró en el patio, acompañado por dos sirvientes. Subió al tablado, se arremangó y comenzó a abrir la boca con las manos hasta tenerla enorme. Los sirvientes cogieron al mejor de los malabaristas bávaros, un hombre bajo y flaco. El hechicero Zito apretó los brazos del bávaro al cuerpo y comenzó a meter al ilusionista en su boca. Le engulló hasta las botas, las que escupió. Toda la audición rompió en un aplauso ensordecedor y por todas partes se oyeron gritos de júbilo y grandes risas.

Los sirvientes de Zito llevaron arrastrando una tina con agua y Zito, como agobiado por una comida pesada, se sostuvo con las manos en el borde de la tina y vomitó el bávaro al agua. El ilusionista, mojado como un sapo, salió a duras penas de la tina y avergonzado huyó para esconderse.

Ya nadie hizo caso de los bávaros. Todos miraron admirados al hechicero que se presentó ante el rey que le alabó públicamente. Ésta fue la tropelía más famosa del hechicero Zito. No se sabe como acabó su vida, pero entre la gente se susurraba que dio su alma al diablo que le llevó al inferno.