Jan Šplíchal: “Venezuela es el mejor país que visité porque tiene de todo”
A los diecisiete años su vida dio un giro rotundo gracias a un viaje de casi un año a Venezuela. Ahí no solo se convirtió en un verdadero aventurero apasionado por los viajes sino que además aprendió el español a la fuerza. En esta entrevista el joven explorador checo Jan Šplíchal habla de todo lo que aprendió viajando y de su última gran expedición por Canadá y Estados Unidos.
Además de haber recorrido buena parte del mundo, ni siquiera cuando está en Praga el explorador checo Jan Šplíchal deja de buscar aventuras. Cuenta, por ejemplo, que suele celebrar sus cumpleaños en parajes naturales que, a veces, ni los mismos praguenses conocen, como la zona de Kyjský rybník. Asegura que, para bien o para mal, todos suelen recordar sus festejos porque así como a él mismo lo atraen mucho los desafíos, le gusta que la gente de su entorno también salga de su zona de confort. Lo interesante es que Jan no siempre fue así y tiene muy claro que le debe el gran cambio de su vida a su estancia inaugural en un país de Sudamérica.
“Mi papá siempre nos llevaba a las montañas aunque a mí, de pequeño, no me gustaba porque tal vez debía descubrirlo por mi propia cuenta. Una vez, cuando tenía diecisiete años, mi papá me preguntó si quería ir a Venezuela con American Field Service, una organización que fue fundada después de la Primera Guerra Mundial y promueven intercambios de jóvenes para que las naciones no peleen tanto entre sí y las personas de cada país comprendan que todos somos iguales”.
Amor por Venezuela
En su caso, el objetivo se cumplió con creces. Durante los once meses que estuvo en Venezuela, Jan fue forjando su personalidad actual: la de un joven abierto y muy curioso, interesado en conocer a personas de todo el mundo. Sin embargo, el camino no fue fácil y, de hecho, él agradece esas dificultades porque entiende que le enseñaron algo fundamental: para lograr lo que uno quiere debe superar los obstáculos, algo que no hubiera podido entender desde su cómoda vida en Praga. La prueba más dura tuvo que ver con el ámbito escolar ya que pasó de una clase mixta de solo veinte personas en un colegio de Praga a tener que convivir con otros cuarenta chicos y ninguna niña en un estricto colegio católico de Caracas. Aun así, este joven y a la vez experimentado viajero asegura que Venezuela es el mejor país que ha visitado.
“Porque, de verdad, lo tiene todo: tiene la Gran Sabana con las montañas de La Tabla y eso es increíble, tiene el delta del Orinoco, la Isla Margarita, donde puedes surfear y hacer de todo. Tiene el Pico Bolívar, que es una montaña de cinco mil metros y hasta el teleférico más alto del mundo, los médanos de Coro; tiene los Llanos, de donde son los primeros cowboys. De verdad que hay muchos lugares, y Las Rocas, que es una playa increíble. En Venezuela está todo lo que necesitas”.
Apenas un año antes de emprender ese viaje, Jan había elegido estudiar español en el colegio por dos razones: la otra opción era alemán, que no le gustaba nada y le atraía, sobre todo, la posibilidad de recorrer en el futuro la gran cantidad de países en los que se habla castellano. Algo que, de hecho, ya empezó a cumplir: a los veinte años, luego de ahorrar dinero trabajando como camarero en la primera sucursal de la cadena gastronómica checa Lokál, realizó un viaje a América Central que le permitió conocer Guatemala, Honduras, El Salvador y Belice. Por otro lado, poco antes del COVID, realizó un viaje a Chile y Argentina con el objetivo de escalar el Cerro Mercedario, que pertenece a la Cordillera de los Andes y su cumbre es la octava más alta de América. Sin embargo, nunca se olvida de Venezuela porque fue justamente en ese país donde siente que dio un verdadero salto en el aprendizaje del español.
“Fue como cuando tratas de aprender otro idioma de una forma brutal, porque, por supuesto, nadie hablaba checo en Venezuela y cada día tienes que pensar en otro idioma que no es tu idioma natal. Es algo muy difícil que cansa mucho siempre. Lo mismo le pasó en Canadá a Daniela porque, al viajar, ella no hablaba ningún otro idioma, solamente checo, así que tuvo como un curso intensivo”.
Jan se refiere a la que fue su última gran expedición de un año y tres meses a la parte oeste de Canadá y Estados Unidos junto a Daniela, su novia y compañera de aventuras. La conoció en Praga escalando una pared artificial y, tan solo cinco días después, hicieron un viaje a Eslovaquia durante el cual caminaron unos treinta kilómetros bajo lluvias y tormentas. En ese momento, Jan tuvo una verdadera epifanía: esa chica a la que recién acababa de conocer era ideal para él porque, además de soportar todas las inclemencias del clima, realmente disfrutaba tanto como él de la actividad física.
“Y yo dije ‘guau’, esta chica sabe caminar, escalar y no tiene problemas con nada. Le propuse hacer juntos un viaje a Tayikistán y Uzbekistán y me dijo que iba a preguntar en el trabajo. Tres días después, me dijo que sí y entonces yo otra vez ‘guau’”.
“La ruta 93 que va desde Banff a Jasper tiene unos doscientos kilómetros y para mí es la más espectacular del mundo”.
Durante unas tres semanas se la pasaron escalando las montañas en la frontera de Uzbekistán y Tayikistán. Y esa experiencia no hizo más que confirmar que quería estar con ella. Hoy, ya comprometido con Daniela, considera que gracias a su afición por la aventura tuvieron la posibilidad de conocerse el uno al otro en condiciones exigentes y hasta extremas que otras parejas que quizás pasan toda una vida juntos nunca llegan a experimentar.
El país de la fiebre del oro
Para celebrar su encuentro en la vida decidieron llevar a cabo una expedición de un año y tres meses a Canadá, un país que, a su modo de ver, suele interesar a los checos, sobre todo, por las historias que leían desde niños sobre la fiebre del oro. El vuelo llegó a Calgary, la ciudad más grande de la provincia de Alberta, donde estuvieron cinco días. Luego, encontraron un apartamento para compartir con una pareja checo-canadiense en Canmore, su lugar favorito del viaje porque está en el corazón de las famosas Montañas Rocosas de Canadá.
“Es distinto de Europa porque aquí quizás las montañas son más altas, pero todo está mucho más cerca y en Canadá tal vez tienes un valle de unos cuarenta kilómetros que continúa y continúa como unos doscientos kilómetros en línea recta y solo ves una montaña tras otra… Es un poco como Estados Unidos: es muy, muy grande y puedes hacer cualquier cosa ahí y también está más abandonado. Aquí hay mucha gente, allí a veces también, pero en invierno, por ejemplo, no hay nadie”.
Asegura que los canadienses son muy cálidos y receptivos con todos los extranjeros, pero en especial con los checos, a quienes estiman por ser muy emprendedores y no tener problemas para comunicarse en inglés. Si bien aclara que la temporada turística es en junio, julio y agosto, asegura que en invierno todo le resulta más épico porque el intenso frío hace que las expediciones sean inolvidables. Durante su estadía en Canadá, Jan desempeñó varios trabajos, uno de ellos como camarero en un restaurante brasileño aprovechando su experiencia en Lokál. Una vez establecidos, alquilaron un coche para recorrer esas largas distancias que no son tan comunes en Europa.
“Para mí el lugar más bonito son los alrededores de Canmore, donde vivimos, después Yellowstone en Estados Unidos, porque es algo único, y además escalamos en Yosemite. Esos tres lugares fueron los mejores: de Canmore hasta Jasper, esa parte que se llama Icefields Parkway (Carretera de los Campos de Hielo), es decir, la ruta 93, que va desde Banff a Jasper. Tiene unos doscientos kilómetros y para mí es la ruta más espectacular del mundo porque, en general, las rutas bonitas las recorres en diez o quince minutos, pero esta requiere unas cinco horas”.
Mi encuentro con un oso
A manera de inventario, Jan afirma que durante esa expedición que considera la mayor aventura de sus vidas, recorrieron cuarenta mil kilómetros, caminaron otros mil y visitaron en total diez estados de EE. UU. y tres provincias de Canadá.
“Lo vi y era un gran oso negro. Él me miró con sorpresa en su cara”.
Por supuesto, tampoco en esta ocasión estuvieron exentos de algunas dificultades: los precios altos de alquileres y albergues y las temperaturas que solían ir más allá de los veinte grados bajo cero. Sin embargo, aclara que el de Canadá es un frío bastante más seco que el de Praga y, por lo tanto, las temperaturas extremas resultan mucho más soportables. En cuanto a la fauna recuerda que las principales experiencias las tuvo en el parque nacional de Yellowstone de Estados Unidos.
“Con los animales, y especialmente con los osos, todo depende del momento en que los ves. Cuando encuentras un oso con un bebé eso puede ser muy peligroso, pero para ellos también somos depredadores y no quieren pelear tanto con nosotros. Pero, por ejemplo, el oso grizzly sí puede lastimarte si cree que buscas dañar a sus crías. Es decir, te puede matar, pero esa no es su idea”.
En esos casos cuenta que, al menos en Canadá, es obligatorio llevar un gas pimienta aunque él nunca tuvo que usarlo. De todos modos, reconoce que la fauna siempre es un tema a tener en cuenta y nunca hay que confiarse demasiado. De hecho, cuenta que a lo largo del viaje le habían advertido en muchas ocasiones que, en caso de encontrarse con un oso, debía intentar mantener la calma y no expresar el miedo porque los animales suelen percibirlo. Quizás por eso mismo no sintió tanto pánico al ver a un oso a unos seis metros de distancia.
“Tuvimos nuestros encuentros con osos durante nuestro viaje, uno nos pasó en la Columbia Británica y fue cómico porque veníamos caminando unos siete días por un recorrido muy famoso y siempre llevaba una navaja grande y el gas pimienta. Pero el oso que encontré apareció en un estacionamiento justo cuando no tenía nada, solo mis sandalias. Y lo vi y era un gran oso negro y él me miró con sorpresa en su cara, yo lo miré a él también asombrado y luego se fue”.
Aunque vio osos, bisontes y coyotes, asegura que uno de los momentos más difíciles del viaje sucedió al hacer cumbre en una montaña de Canmore. Justo cuando empezaba a sentir la hostilidad de un fuerte viento combinado con una intensa caída de nieve se dio cuenta de que se había olvidado las gafas. Por eso mismo, recuerda que la última parte del trayecto tuvo que hacerla prácticamente con los ojos cerrados y la cara congelada. Pero esa experiencia que para muchas otras personas podría resultar insoportable, en el caso de Jan Šplíchal significó, ni más ni menos, que una de las tantas aventuras que a él le encanta vivir.